El 15 de agosto celebramos la Asunción de la Santísima Virgen María. Esta solemnidad es buena medicina para el alma en estos tiempos oscuros. La lectura del Evangelio nos ofrece la imagen de dos mujeres en cinta, María e Isabel, abrazándose, celebrando su esperanza en el futuro (Lucas 1, 39-56). Recuerden, los bebés son el argumento de Dios de que el mundo debe continuar. 

Más concretamente, ocurrió un milagro. María, una jovencita judía, había aceptado la invitación del ángel Gabriel a convertirse en la madre de nuestro Señor. Isabel, a su avanzada edad, había recibido la bendición de un hijo que sería el nuevo Elías, San Juan Bautista. El milagro de la nueva vida es suficiente razón para regocijarse, pero tenían aún más motivos para celebrar. 

Ellas fueron las primeras en recibir el Evangelio de salvación, especialmente María, porque ella dio al Dios invisible su plena humanidad. Este poquito de teología, que María ofreció al Dios omnipotente su plena humanidad en la Encarnación, es esencial para comprender esta festividad, porque cada doctrina acerca de María, al final, se trata de su Hijo, Jesucristo. 

¿Por qué esta doctrina es tan buena medicina? Cada generación sobrevive tiempos oscuros, porque somos pecadores. Hay una ruptura dentro de cada persona humana que simplemente no podemos remediar. Ese es el pecado original, ese terrible instinto que se rebela contra el Autor de la Vida. Solo necesitamos mirar las noticias para que nos recuerden todas las maneras horribles que podemos encontrar para hacernos daño unos a otros. 

El pecado original es como un cáncer espiritual en el corazón de la humanidad, que nos hace menos humanos, menos de lo que Dios desea que seamos. La solución de Dios fue enviar a su Hijo con una naturaleza plenamente humana, sin pecado, para volver a crear nuestra naturaleza humana por el bien de nuestra salvación. 

Pero ¿cómo podía nuestro Dios obtener una naturaleza plenamente humana a menos de que su madre fuera también plenamente humana —sin el cáncer del pecado original?  Con el tiempo, en medio de las aguas turbulentas del pecado y de la muerte, Dios creó una isla en María. Por medio de la obra redentora de Cristo en la cruz, la cual trasciende el tiempo, María se mantuvo sin pecado original para poder ser plenamente humana. María tuvo que ser plenamente humana para que Jesús pueda unir su divinidad con nuestra humanidad, abriendo así las puertas del cielo para aquellos que mueren y se levantan con Jesús en el bautismo. En el sacramento del bautismo, nuestra naturaleza es redimida. 

Esto nos lleva a la Asunción. Si María nació plenamente humana, simplemente no sería justo que probara la muerte de la misma manera que nosotros. Debido a que ella es “llena de gracia” — plenamente humana — es más adecuado que María sea asunta en cuerpo y alma al cielo. Debido a su relación única con Cristo, María fue la primera en recibir el don que Cristo desea darnos a todos: la vida eterna y la alegría con Dios. A donde ella va, nosotros tenemos la esperanza de seguirle.

En su Magnificat, María alaba a Dios con profunda alegría por lo bueno que Él ha hecho. La Iglesia desea que celebremos con ella. La Asunción es una oportunidad de abrazar la esperanza en medio de tantas preocupaciones, y de unirnos a María en su oración eterna: “Mi alma glorifica al Señor. Mi espíritu se alegra, en Dios mi salvador”. 

Noroeste Católico – Agosto/Septiembre 2022