“Puerta de Dios al mundo, puerta de eternidades,

para el hombre que gime en la muerte de los tiempos; cuando engendraste a Dios,

al hombre has engendrado;

cuando engendraste al hombre,

es Dios quien nos es dado”.

— Himno de la Liturgia de las Horas a María


El corazón de cada mujer creyente transforma los vientres en pesebres donde resuena la voz de la corte celestial que grita: “Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres en los que Él se complace” (Lucas 2,14).

Mi mamá (qepd) decía que ella hacía su adoración ante la cuna de cada uno de nosotros (10 hijos) por largo rato, porque nada hay más puro que un bebé, espejo del rostro de Dios, como Jesús.

La humanidad de Jesús nos enseña el modelo de perfección terrenal. Como cualquiera de nosotros, Jesús aprendió de sus padres, especialmente de su madre. De ella aprendió a confiar en el poder infinito de Dios que derrota al mal con la gracia divina.

El Niño Dios hace que los gemidos de la humanidad se transformen en un canto de esperanza en cada nacimiento. Dios nos es dado en cada mujer y hombre que con toda libertad dice que sí al perdón hasta setenta veces siete; Dios es engendrado en cada vientre que se abre a la vida como proclamación sagrada contra el aborto y a la banalización de la sexualidad humana.

Cada alumbramiento es Navidad; es Dios con nosotros, dentro y desde nosotros. Cada dar a luz es puerta de eternidad. Cada nacimiento, por Jesús, nos hace descubrir que, a partir de ese gemido natal, nuestra vida se transforma, se dilata en la inmensidad de lo divino más allá de los tiempos terrenales.

Celebremos con panderetas cada Navidad en las mentes que ponen en acción su potencial para descubrir nuevas vacunas contra cualquier epidemia que incapacite la búsqueda de nuestra sublime misión en este mundo. Gozosamente, celebremos a toda mujer y hombre que practican y promueven la pureza del cuerpo, para contrarrestar la prostitución, pornografía, violencia, o el abuso de cualquier tipo contra otro ser humano.

Festejemos con trompetas, silbatos y flautas cada Navidad; cada bautizado que, sumergido en la fe en que Jesucristo ha nacido de Dios, ve el cielo abierto y escucha a Dios proclamando: “Tú eres mi hijo amado, en quien me he complacido” (Mateo 3,17).

Que, como el vientre de María, nuestro corazón bombee la sangre del Santo Espíritu que modeló el rostro humano de Jesús, cincelando cada día en su existencia terrenal el rostro divino de la humanidad a la que privilegiadamente pertenecemos.

Oremos para que esta Navidad Dios siga naciendo en esta humanidad que Él ha escogido. Que Él siga creciendo en cada niña y niño aprendiendo agradecidos nuevas formas de alegría, fraternidad, perdón y paz, como lo hizo Maria, la mujer que engendró al Dios que nos ha sido dado.

¡Dichosa y santa Navidad hermanos y hermanas!