Uno de los pecados más graves de nuestra sociedad contemporánea en la aldea global en que vivimos es la “indiferencia”, como nos ha hecho notar con frecuencia el Papa Francisco.

19 niños asesinados brutalmente en una escuela en Texas. Miles de vidas truncadas en Ucrania en estos últimos meses por la guerra. Cientos de miles muertos o gravemente enfermos en los dos últimos años por la devastadora pandemia mundial. 53 indocumentados mueren asfixiados en un camión tratando de cruzar la frontera hacia Estados Unidos desde México. Ataque en una iglesia católica nigeriana deja al menos 50 muertos, entre ellos muchos niños. Creciente número de mujeres prostituyéndose en nuestras calles delante de nuestros ojos. Miles sin hogar tratando de hallar refugio bajo los puentes.

Ante tanto dolor, constantemente le pido a Jesús que no me crezcan callos en la conciencia. Quiero seguir sufriendo con el sufrimiento de cualquier hombre y mujer en este mundo hermanados en la sangre de Cristo. Quiero tener la conciencia tan a flor de piel que, noticias como estas, me hagan correr a arrodillarme ante el Sagrario pidiendo perdón por no ser mejor testigo del amor, de la alegría o del perdón.

Al iniciar cada Eucaristía, se nos invita a examinar nuestra conciencia para poder con ello recibir más perfectamente las gracias que provienen de ese Sacramento por excelencia. Cada noche antes de irme a la cama, la Liturgia de las Horas me invita a examinar mi conciencia y a rezar como Simeón “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación” (Lucas 2, 29-30).

Puedo dormir en paz solo porque la misericordia de Jesús es tan grande que me ha permitido vivir otro día trabajando por la justicia, libertad, pureza, gratitud, el respeto, entre todos los seres humanos a mi alrededor, con lo mejor de mi inteligencia y salud en esas últimas 24 horas. Puedo irme a descansar porque mis ojos han visto su Salvación en tantos cristianos que siguen sirviendo alegre y silenciosamente en las calles, en las oficinas y en la intimidad de sus hogares, de acuerdo con su conciencia y vocación cristiana sin darse jamás por vencidos, a pesar de las devastadoras noticias cotidianas.

Al final de nuestras vidas, cuando el Señor nos llame a su presencia, si nos ve llegar con el alma sangrando, sin duda nos va a reconocer de inmediato como sus fieles discípulos que han perseverado con Él en sus pruebas y nos dará la bienvenida con el corazón desbordando alegría diciendo: “Siervo bueno, porque fuiste fiel en lo poco, entra al gozo de tu Señor” (Mateo 25, 23)

 Los cristianos, por vocación, no estamos llamados a ser exitosos. El éxito le pertenece al Señor que en su sabiduría infinita decide los modos y tiempos. A nosotros nos toca tener la conciencia despierta y sin callos de tal manera que Él pueda usarnos en cualquier momento, lugar o circunstancia, por imposible que parezca ante el mundo. Conciencia a flor de piel como Jesús.

Noroeste Católico – Agosto/Septiembre 2022