Desde que el Papa Francisco convocó un Sínodo universal sobre la sinodalidad hace cerca de dos años, hemos tenido muchas sesiones de escucha aquí y alrededor del mundo para oír de tantos bautizados como fuera posible.

Es claro que los fieles agradecieron que se les pidiera compartir sus esperanzas y anhelos para nuestra Iglesia. También compartieron historias íntimas de heridas que necesitan sanación, tales como las que resultaron de la crisis del abuso sexual, no solo de aquellos que fueron víctimas de abuso, sino también de la comunidad extendida que fue afectada por estas revelaciones. Hablaron de divisiones en la Misa tradicional en latín, la falta de valoración de la mujer en la Iglesia, en especial su exclusión de papeles de liderazgo, y del racismo sufrido por las personas de color, tanto en la sociedad como en la Iglesia. 

Muchos hay que no se sienten bienvenidos ni tomados en cuenta, incluyendo aquellos de comunidades de diversidad cultural y étnica; los pobres, quienes están en las periferias de la sociedad; los divorciados vueltos a casar; y los hombres, mujeres y jóvenes LGBTQ.

He tenido encuentros personales con numerosas personas que han expresado un profundo dolor, resultado de las heridas dejadas por su experiencia dentro de la Iglesia.

No es fácil escuchar esas historias de dolor y rechazo. Pero es una parte importante del proceso de sanación que las personas sean escuchadas y que la Iglesia no se defienda de inmediato ni intente resolver los problemas, sino que escuche a fin de comprender. Este es un primer paso necesario y damos reconocimiento a aquellos que han compartido sus experiencias.

¿Qué sigue ahora? ¿Aguardamos a que el Sínodo se desarrolle, sentados y esperando el documento del Sínodo de Obispos hasta octubre de 2023 y 2024? No. Continuamos lo que hemos comenzado, buscando un cambio estructural en nuestra forma de ser una “Iglesia local” que bien acompaña a los demás. 

Porque no es fácil escuchar lo que tienen que decir quienes se sienten lastimados, lo único que puedo pedir es la gracia de conocer mejor nuestros propios temores y prejuicios, en especial la necesidad de una Iglesia más inclusiva. Debemos pedir la gracia de fijarnos en quienes no se sienten tomados en cuenta ni bienvenidos.

La comunidad ha expresado un claro deseo de que la Iglesia sea un lugar donde las personas no solo se sientan acogidas, sino también que están en casa. Esta mejora puede y debería comenzar ahora en las parroquias locales. Hagamos un esfuerzo conjunto por escuchar mejor. Nuestra sociedad ha caído en la comodidad de relacionarse solo con quienes piensan igual. La cultura misma es deshumanizante porque no se presta a las relaciones. Debemos tener la intención de construir relaciones dentro de nuestra comunidad de fe.

También necesitamos paciencia. Tenemos el deseo natural de ver resultados inmediatos. La oración no es solo algo que pacifica a cada uno después de tanto haber compartido su experiencia personal. Más bien, es el motor que mueve nuestra capacidad de “tamizar” en verdad lo que hemos escuchado, y no solo oír las palabras de alguien, sino escuchar lo que Dios nos revela sobre lo que Él quiere que lleguemos a ser.

La oración es el corazón del discernimiento, que abre nuestros corazones para recibir y responder a la impronta del Espíritu Santo.

Llegar a ser una Iglesia que escucha es el anhelo del Papa Francisco. Ser una Iglesia que palpite con el corazón del Buen Pastor es la senda para llegar a ser una Iglesia capaz de sanar las heridas eclesiales de toda nuestra comunidad.